Hace unos veinte años, una noche en que nuestra enorme familia estaba sitiada por las paperas, mi hermana menor, Franny, fue trasladada con cuna y todo a la habitacion evidentemente libre de microbios que yo compartia con mi hermano mayor, Seymour. Yo tenia quince años, Seymour diecisiete. A eso de las dos de la mañana la nueva compañera de cuarto me despertó con su llanto. Me quedé quieto en posicion neutral durante unos minutos, escuchando el berrinche hasta que oí o sentí que Seymour se movia en la cama proxima a la mia. En aquellos tiempos teniamos una linterna sobre la mesita de noche entre los dos, para casos imprevistos que, por lo que recuerdo, nunca se presentaban. Seymour la encendio y salio de la cama.
- Mamá dijo que el biberon esta sobre el hornillo- le expliqué.
- Ya se lo di hace un rato- Dijo Seymour-. No tiene hambre.
Avanzó en la oscuridad hasta los anaqueles y proyectó la luz balanceandola hacia atras y hacia delante de los estantes. Me senté en la cama.
- Que vas a hacer-. pregunté.
- Creo que voy a leerle algo-contestó Seymour, y tomó un libro.
- Pero por favor, si tiene diez meses- dije.
- Ya lo sé- respondio Seymour-. Tienen orejas. Oyen.
La historia que Seymour le leyó a Franny aquella noche, a la luz de la linterna, era una de sus favoritas, un cuento taoísta. Franny jura hasta hoy que se acuerda de Seymour leyéndoselo.
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